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LA LITERATURA: CAMISA DE FUERZA

Literatura como camisa de fuerza

David González Torres
El haber sentido la opresión de una camisa de fuerza no garantiza que un escritor inscriba su nombre sobre la signatura de clásico universal de las bibliotecas nacionales; pero tampoco nadie –absolutamente nadie- podría escribir una gran novela –un poema, un relato- desde la cordura.La Literatura está tintada de ciertas conductas, delirios y traumas que se proyectan sobre el espejo de la ficción. El debate de si un texto narrativo es fantasía o locura -si es patología o experiencia, biografía o imaginación- queda zanjado cuando su lectura nos llena de extrañeza.Es cierto que el discurso narrativo –quién cuenta y cómo cuenta- permite cierta longitud e interés a lo literario. También es innegable que el mundo que nos recrea y significa una novela le otorga latitud (todos rememoraríamos Macondo si nos encontráramos aquellas “piedras pulidas, blancas y enormes como huevos prehistóricos” a la orilla de un río).Sin embargo, la verdadera profundidad de un texto literario se da cuando en éste se trasparentan las obsesiones de su autor. Y la obsesión no es más que un término amplio que arropa a otros más específicos (más clínicos), como, por ejemplo, la paranoia; pero también el narcisismo, la neurosis, la esquizofrenia...La forma de escribir de cada autor delata si esta idea inamovible, que perturbó su ánimo, la ha detectado por fin o solamente subyace escondida en cada línea, en cada párrafo, como una huella dactilar imborrable y simbólica, que maltrata, condiciona y realza su obra literaria. Si un escritor presume de que alguien lo persigue, patrulla sus costumbres, ficha sus movimientos, o bien mantiene la convicción de que él –y sólo él- está predestinado a salvar nuestro mundo con brazo firme de líder o profeta vilipendiado pero ególatra, cualquier sicoanalista con el que tropiece dictaminará: “ahí se marcha otro escritor paranoico”.El diagnóstico además retrocederá hacia taxonomías que enumeren infancias solitarias, llenas de incomprensión; hacia una adolescencia de desconfianzas, débil autoestima y frialdad sentimental; o de actos frustrados y ciertos delirios de grandeza, casi mesiánicos, en su madurez. Pero quizás exista una grado paranoide máximo, un rizar el rizo, un paso adelante hacia el otro lado del otro lado.Muchos autores dieron ese paso, de forma conciente, inconsciente o autoinducida con sustancias químicas. Se sintieron así: tras su nuca, otros ojos; tras sus pasos, otro eco. Desvelada su sospecha, descubrieron -o intuyeron- una paranoide certidumbre: quien me espía soy yo mismo. Es la paranoia llevada al extremo. Su proyección en el terreno simbólico estaba llamada a la creación literaria. Si culminó como definitiva, acabó en Literatura. Y, tal vez, quien mejor nos enseñó –soterradamente- el delirio del escritor que espía al escritor fue aquel hombre nacido en 1899, en Buenos Aires. Era Jorge Luis Borges. Su sicoterapeuta -dicen- se llamaba Miguel Kohan Miller.La afirmación de que Borges era un paranoico es un tanto arriesgada. Sus mitómanos no perdonarían la infamia y sus detractores la sumarían al desprecio de recordar su célebre frase que unía como sinónimos democracia, superstición y estadística.Anotar en una biografía del autor de Ficciones, El Aleph, El libro de Arena, ciertas obsesiones -complejos de inferioridad o edípico, celos fraternos de Norah Borges, dependencia de su madre Leonor o conducta narcisista defensiva- sería algo simplista (¿o apócrifo?). Porque si de verdad existía una obsesión para Borges, según se desprende de sus palabras y escritos, era única e irrenunciable.Borges –y esto puede admitirse también como suposición- deseaba ser BORGES, con mayúsculas. Borges no quería que leyéramos sus libros, sino a Borges. Para ello, irremediablemente, tuvo que espiarse a sí mismo.Ya en una de sus célebres sentencias puede resumirse su vida:
“Siempre imaginé que el paraíso sería algún tipo de biblioteca”.Así sea: un deseo hecho biografía, puesto que Borges, hijo de un abogado con expectativas frustradas de escritor, crió sus inquietudes bajo el bilingüismo (hablaba inglés y castellano). Aprendió francés, latín, alemán y, a lo largo de su vida, otros tantos idiomas. Enuncian sus biógrafos que a los 10 años tradujo a Oscar Wilde y, posteriormente, son codiciadas sus traducciones de
Chesterton, Poe, Wolf, etc.Borges, por tanto, suponemos que opto por una vida quijotesca de vivir en los libros lo no vivido en su día a día. De nuevo rescatamos palabras de Jorge Luis Borges. Fueron pronunciadas en una conferencia de 1971, en Londres:
"Yo tenía, de niño, tres espejos enormes en mi habitación, y sentía porellos un miedo profundo porque (...) me veía a mi mismo triplicado, y teníamucho miedo al pensar que tal vez las tres formas comenzaran a moverse por sucuenta".Así, el sueño se hizo realidad. Borges primero vigiló a los clásicos en versión original, tradujo sus palabras y, finalmente, cuando el Borges lector se convirtió en escritor, un día el reconocimiento internacional le tocó en el hombro –aunque a su pesar no le otorgaran el Premio Nobel-. Renegó entonces de sus primeras obras y revisó concienzudamente sus múltiples reediciones. Llegó, entonces a un espionaje de sí mismo inigualable. Incluso cuando sus ojos se apagaron a causa de una ceguera heredada de su padre, Borges seguía escuchando su Literatura bajo el cobijo de las lecturas de su madre y luego bajo la atención de su viuda María Kodama.Espiar, perfeccionar, espiar. El perfeccionismo aplicado a uno mismo es un defecto que, supongo, los acérrimos de Borges lo extreman hacia la virtud. Por eso, quizás, el texto más indicativo de su peculiar delirio, en el que desde el propio título nos enseña qué postula, sea
Borges y yo.
“Yo he de quedar en Borges, no en mí (si es que alguien soy), pero mereconozco menos en sus libros que en muchos otros o que en el laborioso rasgueode una guitarra”.Borges, el hombre, narra sobre Borges, el escritor. ¿Estilo u obsesión? ¿Originalidad o influencia cervantina? Difícil responder, puesto que la literatura de Borges es miniatura, juega con su propio juego, sueña lo soñado, incluye en la brevedad un universo o el infinito de todas las literaturas, o como él mismo definió en Borges y yo:
“Hace años yo traté de librarme de él [de Borges] y pasé de las mitologíasdel arrabal a los juegos con el tiempo y con lo infinito, pero esos juegos sonde Borges ahora y tendré que idear otras cosas”.¿No sería que Borges, vigilante de sí mismo -“de un modo vanidoso”, como cita en Borges y yo- conocía sus propios límites? ¿Y no son los géneros el límite más óptimo para crear una sólida estructura narrativa?Borges ocultaba a Borges bajo un sutil disfraz. El escritor argentino –además de la poesía y el ensayo- se universalizó por sus cuentos fantásticos, en los que introducía inalcanzable erudición: metafísica, matemáticas, filosofía... El género fantástico tiene algo de fronterizo, en el que a un lado y a otro, lo cotidiano y la posibilidad (o la locura) convergen.Borges nunca escribió una novela. Ese fue su límite. Su obsesión era otra.Porque ¿a quién no le hubiera gustado contemplar a Borges en su infinita biblioteca. Y no releyendo a los clásicos, sino revisando, por ejemplo,
Agosto, 25, 1983, en el que Borges entra en un hotel y se descubre a sí mismo, más viejo y a punto de suicidarse?Borges frente a Borges, gracias a un pliegue en el tiempo:
"-No te das cuenta que lo fundamental es averiguar si hay un solo hombresoñando o dos que se sueñan.-Yo soy Borges, que vio tu nombre en el registro y subió.-Borges soy yo, que estoy muriéndome en la calle Maipú".Quizás la revisión de este texto por parte de Borges –la escena en su biblioteca- fuera la mejor metáfora que describiría al escritor que se siente autovigilado: espiaba al Borges escritor, al Borges narrador de dicha historia, al otro Borges personaje que se suicidaba ante su propio yo, a los dos Borges que se soñaban...¿Paranoia o genialidad? Imposible responder, quizás lo supiera Miguel Khoan Miller, sicoanalista que lo trató durante tres años, según detalla el amor imposible de Borges, Estela Castro, en su polémico libro Borges a contraluz. De esas sesiones se podría haber extraído muchas huellas de lo que posteriormente plasmó en su obra. Sin embargo, el secreto de que Borges se sometía a psicoterapia contrasta con otras revelaciones.“Muchos críticos se empeñan en que Borges era un obsesivo”, nos comentaba
María Kodama a un grupo de periodistas recientemente. “Borges era muy lúcido, muy crítico. Corregía continuamente. Su obra nunca era definitiva”, decía Kodama.Lo cierto es que la obsesión es una de las pocas materias narrativas que pueden transformar el apellido de un autor en adjetivo. Ardua labor. Borges lo consiguió a posta: cualquier lector que entre en su obra, la relea y la alcance, podrá bosquejar una breve definición de lo borgesiano. Pero él no fue, por suerte, el único que consiguió tal honor. Franz Kafka, antes que Borges, también lo había logrado. Aunque el escritor checo nunca supiera que su apellido paterno, que tanto lo atormentaba, se adjetivó en kafkiano.
(...)Extracto ampliado del artículo publicado en la revista Quimera Noviembre de 2007.
FUENTE: http://elhuecodelviernes.blogspot.com

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