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 CAPÍTULOS DE:

2
Cualquiera y Cía.


And death shall no dominion.
Under de windings of the sea
they lying long shall not die windily;
twisting on Racks when sinews give way,
stripped to a wheel, yet they shall not break;
faith in their hands  shall snap in two,
and the unicornio evils run them through,
splits al lens up they shab’t crak;
and death have no dominion.

Dylan Thomas, And Death Have No Dominion




Lo mejor de tu vida y de la mía han sido las mujeres, dijo el de Providence, esas dos mujeres excepcionales que nos criaron y que se nos fueron demasiado pronto, mujeres nacidas de la autenticidad y rebosantes de virtudes, no como esas acémilas desnaturalizadas que infestan las calles de cualquier país. Yo apenas conocí el amor mundano, en eso me superas. También en que me criaron tres, contando a mi queridísima abuela, en paz descanse, pero no se lo digo.
Me encogí de hombros.
Respondió: Más vale uno bueno que muchos. Cuando se salta de flor en flor es que algo anda mal o bien que se está donde uno no debe, añadió. Yo siempre desee volver con ellas, me refiero en mi etapa de casado en Nueva York, vencer el aburrimiento de la vida conyugal, sentirme nuevamente en casa, pasear por mis calles y leer mis libros.
Asentí. Nada se movía en su cara angulosa mientras hablaba y no solía mirar a los ojos de su interlocutor (era algo más que timidez), pero yo sabía que se sentía muy emocionado.
Una vida intensa, con los propios, añadí.
Decían que tenía una susceptibilidad extrema, casi femenina, pero se trata de una cuestión que admite muchos matices. No es el momento para eso, ni tengo interés alguno en el asunto.
    Miró distraídamente una de mis pipas, una Petterson a la que tengo mucho aprecio y, como si hablara para sí, musitó: El que duerme despertará.
    Muy entrada la noche salimos a pasear por las calles del barrio. Había mucha humedad y hacía bastante frío, pero nos gustaba perdernos en la noche, hablar o escuchar los sonidos de la ciudad dormida.
    Era una lastima que la necrópolis quedase tan lejos, otro de los inconvenientes de las grandes ciudades actuales.

*
Vio alejarse a un grupo de chicas que se perdieron al doblar la esquina de uno de los edificios de la alameda.
-Antes el mundo sabía sonde iba –dijo-. Había cierto orden, aunque no era bueno, que confería un sentido a las cosas.
Con la punta de su fino zapato italiano removió la gravilla del parque. Tenía las manos hundidas en su abrigo azul oscuro y con ojos taciturnos miraba pensativamente la tierra. Dio unos pasos y se sentó en el banco a mi lado.
-No se porqué escribiste que yo era jesuita –añadió.
-No lo hice, fue otra mano la que escribió en el libro, cosas de editoriales. Alguien sin importancia no puede llamar la atención sobre esas cosas, aunque sean muy propias, se conforma con que le publiquen algún libro. Pienso que en esto de la literatura nunca llegaré a tener prerrogativas.
-¿Quién sabe? De todos modos, lo importante es la búsqueda.
-¿Y Dedalus?
-Dédalo siempre va conmigo.
Yo también escribe una novela cuyo personaje principal también se llamaba Estéfano, de apellido Reyes. No tuvo ni por asomo el alcance del suyo.
-Esas chicas, el amor en estos tiempos parece sepulto. Pero no, es una apariencia, Dylan Thomas atinó: “aunque mueran los amantes, el amor no fenecerá y vencerá a la muerte”.
-Una muy libre traducción, pero está bien. Me gusta.
No te arrincones a cavilar sobre el misterio amargo del amor, pues Fergus rige los broncíneos carros
Bienvenida, oh vida.
Buscar y ratificar. Poseer e instaurar un principio común. El alma de todos.
Parto por millonésima vez para crear en la fragua de mi alma.
Pérdidas inevitables, obtusos silencios, tesoros perdidos entre turbiones de sangre fraterna.
-Antes todo estaba más claro.
La conciencia increada de mi raza.

*
El conde vino a cenar pero, como de costumbre, no cenó. Al igual que en ocasiones anteriores trajo su hermosa botella, una joya de la familia, que contenía el vino rojo del mundo. En alguna ocasión se atrevía con una carne de alta calidad totalmente cruda.
    Hablamos largo y tendido, y como siempre se explayó a gusto sobre asuntos de su genealogía y de su tierra, también de sus viejos libros que releía constantemente. Poco le interesaban los tiempos modernos, él, extranjero por antonomasia.
    Su país se ha convertido en algo irreconocible, dijo grave, no lo reconozco si lo comparo con el que vi en tiempos decimonónicos, cuando pasé una estadía por aquí. Hay demasiada gente, en exceso variopinta y la mayoría no son, en el sentido general, saludables.
    Evidentemente no solo se refería al lado físico, pero no le interrumpí.
    Había dicho: los aristócratas no somos inmigrantes, pero sé muy bien lo que es verse forzado a abandonar el propio país.
    Asentí, haciéndole notar mi similar extrañeza. Después apunté aquello de que, actualmente, como dijo un argentino notable, la patria es una cuestión de nostalgia, algo que se recuerda y ya no está, tiempos preteridos pero no olvidados. Uno debe sentirse pertenecer a algún sitio y no era tal mi caso.
    La patria es el recuerdo, la infancia.
    Su melancólica lividez pareció acentuarse cuando cerró los ojos y sorbió delicadamente de su copa.
    Cada noche duermo sobre mi patria, remató.
    El venerable szekler miró tras el cristal la noche cerrada. Hacía frío, pero nada comparable con el pasado. Un hormiguero de jovenzuelos pululaba por la zona de copas, tan concurrida a aquellas horas del viernes.
    Sangre sucia, dijo, hay demasiada mala sangre, maculada por substancias y nefastas costumbres, tanto que ni el más degradado de mis congéneres se atrevería ni a oler.
    El otro día intimé con una joven (siempre me agradaron sus eufemismos) y, si me permite, le confesaré que pasé una noche horrible. Me intoxiqué hasta el punto de un delirio febril en el que creía ver el rostro del mismo Dios. Fue la experiencia más perturbadora de mi larga vida.
    Me hizo gracia lo que acababa de decir, pero su porte severo siempre me inhibió a la hora de expresar emociones jocundas.
    Nada que ver con las damas de los viejos tiempos, esas inglesas delicadas que frecuenté en el amado diecinueve. Fue una pena que el de Holanda se inmiscuyese, pero nunca sospechó que yo, en el tiempo y por el modo que fuere, acabaría volviendo.
    El amado siglo diecinueve, había dicho, también el mío: soy un hombre del siglo veinte, nunca asumiré este veintiuno dementado y sin luz.
El vino de todos los vinos, no se le encuentra ya fácilmente, había dicho con un sentido suspiro.
Recuerdo una noche que me acompañó de copas. Entramos en un pub infame de la zona. Resultaba muy chocante ver a aquel anciano que le sacaba más de una cabeza al más alto, de negro riguroso, entre una juventud procaz y echada a perder. Le pedí un Bloody-Mary y el detalle le arrancó una pequeña sonrisa. Al menos resultaba sugerente. Mencionó entonces a una archiconocida alta dama de una vieja familia transilvana que se bañaba en sangre de vírgenes para obtener belleza y eterna juventud, lamentando su popularidad como personaje, lo que él nunca había conseguido, pese a ser también de carne y hueso. Le respondí que resultaba más conveniente y escupí la famosa frase de Rousseau. Asintió.
    Ya cuando salíamos, sin mayor motivo, un borrachuzo se metió con él, llamándolo viejo baboso, pero sus amigos le pararon, previendo potenciales consecuencias en la mirada lobuna y en el impresionante porte de mi acompañante. Este no dijo nada, pero yo lamenté que no le rompiera el cuello, lo que hubiera hecho con tan solo echarle el aliento. ¡Qué lamentable, tener que soportar esa basura, él, que ha mandado ejércitos!
    Poco más hicimos aquella noche, pero yo me acosté asqueado. ¡Cuanta felonía! ¡Cuanta indignidad! Escupo sobre este mundo traidor donde un medio hombre puede terminar con una nación con tan solo pulsar un botón.
Esa noche se fue como de costumbre, sin despedirse.
Al día siguiente recibí un telegrama de Su Excelencia, muy propio de él. Decía:

He pasado una velada estupenda, como siempre. Nunca dejaré de agradecerle las deferencias que tiene conmigo, querido amigo.
Suyo.

D.
Addenda. No sabe lo que lamento no corresponder a su cortesía invitándole a mi castillo, pero entenderá perfectamente las razones.
*


La intelligentsia, qué palabra más extraña, qué pocos referentes he encontrado para ella. No se piense que yo me incluyo en esa “pléyade” dudosa porque soy un buen lector y escribí libros hace tiempo (dicho sea de paso con escaso éxito). Soy demasiado emocional y desesperanzado para vivir en el mundo especial de la clausura, la cogitación y la fábula (sin dejar de estar en la calle). Si acaso se me puede llamar intelectual, soy uno disperso y olvidadizo, aunque no estoy convencido de que ese término me defina de un modo suficiente.
La sociedad liberal desprecia el cerebro. No hay más que ver a quienes la apoyan, todos genuflexos.
Uno se juega la piel si hoy en día está en contra de esa política “correcta”. No se debe pensar, bajo sospecha de ser calificado de reaccionario.
Bien lo dijo Borges, cuando apuntó que ser conservador es una especie de escepticismo, el creer que todo lo nuevo no ha de ser necesariamente mejor a lo anterior.
Hace mucho que paso de todo esto. Décidément.
Mi deseo está en otra parte. Kallós, decían los griegos, para referirse a lo bueno y lo bello, indistintamente.

*


Cuídate del agua mansa, había dicho el capitán mirando el líquido aceitoso del puerto. Su máquina formidable, como un negro monstruo antediluviano, se confundía junto a los docs, envuelto en el manto denso de aquella noche de boira.
La vida es indefectiblemente una huida de algo y, como todo tiene su opuesto, una búsqueda desesperada de lo que nunca se ha de tener.
Hay algo en este lugar que retiene el aroma de los viejos puertos, tal vez el abandono de esta parte de los suburbios, el silencio y la ausencia de gente, el eco de la vida huida de estos burdeles donde antes trajinaban prostitutas y contrabandistas. Vayas a donde vayas siempre te encuentras con las mismas cosas, la gente achanta y repele. Tan solo el azul profundo de las inmensas simas devuelve al alma una paz antigua, recobrada. Sin embargo, la vida en tierra seca es algo que atrae finalmente, aún a los más empedernidos lobos marinos; hay algo insondable que te empuja a volver, aunque sea de muy tarde en tarde, el arpegio de un rencor, el rescoldo de una esperanza, la nostalgia de algo que se ha perdido para siempre… Y la mácula permanente de una ofensa no resarcida.
Todo esto dijo el viejo marino y, como en ocasiones anteriores, yo le dejé explayarse en su soliloquio
Non locuatur, non locuatur.

 
*
Al final, el amor puede reducirse a una cuestión de adjetivación.
Esto me lo dijo un amigo muy querido: “Ellas, cuando han dejado de amarnos, inmediatamente nos odian (porque lo contrario del amor no es el odio, sino la indiferencia) y, de forma unánime, hasta donde abarca mi experiencia, dicen que estamos locos, que somos borrachos y maricones... Cuando nos querían nos adjetivaban de otra manera.
Nosotros, cuando hemos dejado de amarlas y las odiamos, decimos, también con unanimidad, que son banales, materialistas y putas... Cuando las queríamos les colgábamos mejores adjetivos”.
Yo le contesté que, al menos en ese sentido, el amor podía ser una cuestión de adjetivación. El asintió con poca convicción y fue a la suya, comentando que ya lo había dicho Josep Plá, que el ser menos romántico del universo era la mujer, por materialismo puro, ya que ellas solamente buscaban la seguridad. Esta se entendía, claro, en el buen trato y en la economía.
Bueno, pensé yo que en ese sentido éramos bastante parecidos, aunque el pelaje diferencial resultaba muy amplio.
El hombre, como la mujer, es una estrella.
Eso dijo mi compañero, muy esperable, y echó una calada fútil a su pipa. Aplastó la ceniza y alumbró de nuevo. Yo no podía con aquella mezcla de perique y ron, demasiado fuerte. Así que me contenté con mi University Flake, de Petterson, mucho más suave.
Habíamos tomado varias cervezas: de Abadía, Opera Bruno, Morris, Diablo y alguna más, en Cómic.
La dulce Albión, por mucho cristianismo que haya, nunca dejará de ser una nación esencialmente pagana, añadió tras dos buenas fumaradas. Tu eres un hombre del viejo mundo y sabes que la filosofía natural entonces formaba parte de la vida y donde actuaba tenía un sentido pleno, no como ahora que, deteriorada e inflamada de errores, está en manos de una caterva de subnormales (que se creen iluminados), cuyo único fin es limpiar los bolsillos de los incautos que caen en sus manos. En un tiempo de error y de desconsuelo como este no es raro que hagan, como decís por estas latitudes, su agosto.
Sirvió un poco más de coñac.
Nosotros representábamos todo aquello que el cristianismo –ese veneno letal para el intelecto y el espíritu- aborrece: La libertad, la sexualidad, la fuerza y la belleza. Intentaron cortar el árbol de la vida y el de la ciencia, pero la semilla había germinado en terrenos más fértiles y las enseñanzas luminosas estaban a buen recaudo. No todos tienen el perfil para hollar esa senda, no exenta de grandes peligros.
Mi madre, que a pronta edad, me apodó La Bestia (ya sabes, en referencia a ese gran símbolo del Apocalipsis), porque decía que yo representaba todo lo execrable que una moral recta castigaba. No había en ella ni en mi casa la menor alegría. De hecho la celebración de las Navidades estaba prohibida, esa fiesta pagana por excelencia, muy repudiada en el seno de aquel manicomio que era mi hogar, un muladar a decir verdad… Hoy es Navidad y he venido a verte y te he estrechado la mano, para desearte lo mejor. Hemos comido y hemos bebido, ahora falta el mayor banquete… Ya sabes, haz lo que quieras.
Berkeley dijo: “Lo que no percibo no existe”. Yo ignoro sistemáticamente lo que no me interesa o me resulta ingrato por algún motivo. Así mi existencia es un poco más agradable.

CAPITULOS DE:


4
Lo que pueda ser será

Aunque no puedas hacer tu vida como quieras,
inténtalo al menos
cuanto puedas: no la envilezcas
en el trato desmedido con la gente
en el tráfago desmedido y los discursos.

No la envilezcas a fuerza de trasegarla
errando de continuo y exponiéndola
a la estupidez cotidiana
de las relaciones y el comercio
hasta volverse una extraña inoportuna.

C.P. Kavafis, Cuanto puedas

*

Llevo una existencia borrosa y, ahora que lo recuerdo, un amigo físico me habló de un Algebra borrosa, que no me acuerdo ahora de que iba pero sí que era un tema muy interesante. Lo que quería decir es que, a fuerza de limitaciones y emasculaciones, el hombre es un ser humano disminuido: a menos que uno nazca lisiado (en lo físico o del alma), la vida ofrece mil potencialidades por desarrollar, mil placeres que disfrutar, mil ilusiones que cumplir. Pero los hombres somos genocidas para nuestros congéneres, por lo que la vida se convierte en un campo de batalla y en una espantosa devastación.
     Hace unos años yo no era así, la vida no se me atragantaba tanto. Cierto día, muy lejano ya, comencé a escribir. Desde entonces, prácticamente lo hago cada día (1). Entendiendo básicamente que la vida se nos hace a lo largo de una serie de pruebas, de bajada a los infiernos y renacimientos ineludibles, y a poco pensar el motivo que lo entrelazaba todo le vi pronto su áspera mirada: mi permanente malcontento (2).
Lo fui haciendo todo por las noches (3), año a año, siempre desde la hora bruja hasta las siete de la madrugada, hora a hora, página a página, racimos de quejas enhebradas con ilusiones. De ellas, pocas fueron las que tomaron encarnadura.
Lo fui plasmando primero en el papel, escribiendo con pluma (4), que después el teclado vertería en el inconsútil seno cibernético, envuelto en los vapores cafeínicos y nicotínicos que acompañan siempre a mis nocturnidades. Y en todo ello hay invariablemente un desdén hacia los tiempos presentes y poca esperanza en el mañana, pues como el extraño pájaro de la fauna fantástica norteamericana de Borges y Margarita Guerrero, yo también vuelo mirando atrás, propio del que está más interesado en donde estuvo que adonde va (5).
Hace mucho tiempo de eso, las incertidumbres quedan, las renuncias aumentan.
*
Enciendo un pitillo y miro, una vez más, toda esa gente anónima que colma la cafetería. Indefectiblemente no puedo dejar de sentir por ellos una inicial simpatía. No soy un misántropo, solo un desafortunado.
Una mosca se me para en la mano y, al poco, se va volando, diluyendo su pequeñez en el cargado éter del local. Ya no las hay, antes había muchas moscas, siempre dispuestas a posarse sobre la mierda. Es extraño, ahora apenas se ven, con el estercolero que hay, ya casi no hay moscas.
Un amigo me habló de vidas de estiércol, un cuento que estaba escribiendo y yo me pregunto, como un reflejo, quién sería el gran bruto que primero la cagó. Tengo la respuesta, pero no me merece la pena perder el tiempo cavilando en este asunto.
Alguien muy especial y poco apreciado por los demás dijo que cada hombre y cada mujer son una estrella. Ahora los hombres ni miran las estrellas del cielo.
Otro amigo mío, que veo con cierta regularidad, me dijo que la verdad es la piedra que cae, el río que fluye y el pájaro que vuela, no la física, la geología o la zoología. Yo soy la verdad, todo ese asco, todo ese dolor, todo ese tedio que experimento por lo que me rodea. El dolor, el cuerpo, eso es lo verdadero, lo más importante. Arlt lo dijo antes, más palmariamente y mejor. Pero es un hecho, contundente como un puño. Lo demás es accesorio y absurdo, tanto como aquel tratado sobre la psicología del vuelo de un mosquito.
Comparto, con los que sufren, una idéntica verdad.
Ya se sabe, a más espacios abiertos, aumentan las variedades... Antes estaban las azules, las verdes, las negras, las cojoneras... Ahora solo veo, en mi casa y poco más, especímenes pequeños, un tanto raros, que igual caminan hacia delante, hacia detrás o se mueven de lado. Viéndolas, parecen deambular en un psiquiátrico..., penitenciario. Sin embargo, no se me acercan. De todos modos, uno puede relacionarse con ellas al modo byroniano (que no detallo aquí por decoro), bizarro, sí, pero grato, según el romántico inglés.


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