Découvrez la Radio Jazz vocal

  

El Doctor Amor y las mujeres
Salvador Alario Bataller

Obra original del 2.004

Valencia, 2.011



7

-A ella la conocí en la facultad, por mediación de un amigo. Me agradó su porte esbelto, su larga cabellera rubia, sus rasgos finos, de elfa, el que no tuviera partes abundantes, sino cincelada por aquella cálida puerilidad. También su voz era suave, su cadencia lenta, la mirada tímida, un tanto velada. Poco tardé en descubrir que me agradaba, que me atraía mucho, pero que era débil y que se agarraría a mí, como una pesada rémora. Me jugué el desenlace a cara o cruz, sí tal como lo oyes, y salió cara: dejaría que las cosas sucediesen y, de ser posible, no le cerraría el camino a la posibilidad de tener un futuro juntos. Hay un tiempo en la vida del hombre en el cual, en asuntos sexuales, no se puede ser razonable.
    >>Ya entonces la ciudad, el país estaba emputecido, se habían perdido muchos valores y la gente hacía de su vida un lupanar; pero ella no, poseía algunas normas convencionales y yo estaba bastante pegado a la tradición; por ello, por la compatibilidad básica, podría hacerse un mañana. Cuando confió lo suficientemente en mí, mostró ese lado comunicativo y cordial que su inseguridad aherrojaba: hablaba mucho, se comunicaba abiertamente, me confiaba muchas cosas (siempre temiendo yo que su accesibilidad no fuese otra cosa que puro histrionismo, ganas de agradar), hasta que se enamoró; después habló menos, se guardó más para sí, sus emociones ocuparon el lugar que antes tuvo el razonamiento. Resulta una consecuencia que aparece en aquellas personas que temen enamorarse y sufrir por su causa: o bien no dejan que prosperen sus sentimientos y se apartan de la pareja bruscamente cuando sienten que el afecto los atrapa o nunca se implican con personas de las cuales temen depender en exceso, escogiendo parejas que saben que nunca las abandonarán, porque las ven inferiores y más frágiles. A la postre, con más o menos lastres, de mejor o peor manera, buscaba lo que todos perseguimos en este berenjenal, seguridad, pero cuando existen miedos intensos paralizando la razón, el resultado suele ser desastroso; tenía que monopolizar cada átomo de mi cuerpo, cada segundo de mi tiempo, cada vórtice de mis fantasías, aunque no tuviese motivos para sentirse insegura. Intenté vivir y dejar vivir, pero esa prerrogativa el otro también ha de concedértela. La lógica no puede imponerse en estos casos: el amor no da la solución, con quererse no es suficiente, porque hay muchos casos que reinciden en los mismos errores, sabiendo que se equivocan, pero por su perfil psicológico no tienen otra alternativa más fructífera para vivir las relaciones sentimentales.
Había hablado pocas veces de este asunto, así que me decidí a hacerlo, aunque en verdad no me apetecía. Lo veía necesario para el caso, sin embargo. Una historia semejante no debe abortar sus aspectos amargos. No son pocas las ocasiones en que uno, sabiendo lo que debe hacer y lo que no, cae constantemente en la torpeza y el error, dejándose llevar por el mal proceder o por la incuria. Nos prometemos enmendar, pero nunca llegamos a hacerlo, hasta que, en un momento determinado, nos vemos absolutamente paralizados, sin posibilidad de hacer aquello tantas veces propuesto. Estoy hablando exactamente de lo que Poe llamó Demonio de la Perversidad, que tan aciagas experiencias le brindó a él y a muchos más. De esta guisa, hice acopio de determinación y empecé a hablar, pero apenas las palabras me salieron de la boca y viendo por donde iba el discurso, ella escapó de mi lado sollozando, encerrándose en la alcoba. Había previsto esa contingencia, la más amarga y la de peor pronóstico, porque me indicaba que difícilmente podríamos solucionar el problema en un futuro y que éste, precisamente por ello, era más negro que la noche.
    >>Ella tenía un conflicto entre lo que era y lo que quería ser: era un ser inseguro, débil, falto de aspiraciones y carente de elevación, que siempre tenía que colgarse de alguien hasta asfixiarle (esto lo ratifiqué definitivamente con el tiempo) y, por otra parte, deseaba ser una persona tolerante, liberal, racional, permisiva y resoluta, como si eso resultase fácil de conseguir, porque no pocas veces constituye el trabajo de largos años y la resultante de la superación de grandes miedos. Actuaba como tal, hablaba como tal, pero en el fondo no lo sentía. Técnicamente a ese fenómeno se le llama disonancia cognoscitiva. Eso, sencillamente, uno que dice una cosa, y siente y piensa otra. No estamos ante un hipócrita, sino ante un ser feble y en casos más extremos ante un neurótico. Por eso, debajo de su aquiescencia y sonrisa aparentes, hervían silencios sangrantes, resentimientos devastadores, frustraciones descomunales, odios inmensos que estallaron en el momento final, cuando se suicidó en aquella opereta patética de desquite y odio.
    >>No es que yo fuese un vividor, un crápula, una persona agraviante, que la hiciese sufrir con mi comportamiento; aunque me taches de soberbio, afirmaré con rotundidad que objetivamente era una pareja casi perfecta, lo que sucedía estribaba en que ella no toleraba lo que yo representaba, un hombre libre, autosuficiente, estudioso y admirado, admirado y respetado por otras gentes que no eran ella, en un escenario que escapaba de los muros estrechos de la cárcel conyugal y existencial que deseaba para mí. En mi mundo solamente quería existir ella, pero nunca me confesó ese anhelo ni me lo dijo claramente, puesto que temía perderme, ofenderme con ese ultraje, con ese abuso, con esa dominación. Me mantenía a su lado a causa de su ubérrima sexualidad y porque me hacía la vida fácil, a despecho de que ella se la complicase con sus frustraciones y aprensiones, con su ira contendida, con sus expectativas desmedidas y catastrofistas de pérdida y abandono. Creo que nunca sopesó seriamente la posibilidad de una infidelidad, lo que más temía sin embargo era la probabilidad de que la abandonase. Estoy convencido de que hubiese tolerado la traición, de haber podido mantenerme a su lado… Ahora, con repulsión, he llegado a la conclusión de que viví con una trastornada, una trastornada hermosísima. La tibieza de su carne me podía, el fantasma de su abyección me nublaba la razón, sus modos tiernos y dependientes me hacían sentir como en mi casa. Soy un varón que pertenece a un tiempo.
    >>Cuando hablaba, me prodigaba invariablemente un corifeo de aplausos, una mirada diamantina, el rubor inequívoco de admiración sobre su epidermis nívea. ¡Tan hermosa y tan débil a la vez!... Después desprecié su adacción, su vulnerabilidad. Cuando un amor muere retenemos los despojos del otro ensangrentados, permanece en nuestros recuerdos como un esqueleto despellejado y lo matamos nuevamente, una y otra vez, acuchillando, atacando, denigrando constantemente esas evocaciones. Nuestra memoria se afana en buscar los elementos más dolientes, los más desafortunados, con los que revestir al muerto con los ropajes más reprochables y denigratorios. El perverso en vida es automáticamente convertido en el Diablo tras su muerte. Tal vez se trate de mala conciencia, pero también siento odio; antes lo experimenté hasta el límite del paroxismo, esa malquerencia reprimida que siempre nos conmocionó y nunca ninguno de los dos expresamos. En el fondo, ella quería liberarse y yo también, de modo perentorio, pero nos faltaron las palabras para expresarlo y la fuerza para hacerlo. Tal vez a nuestra unión le sobrasen orgasmos y le faltase alma, un espíritu compartido, un principio común, una meta unánime. Como el conde de Lautramont, yo buscaba un alma similar a la mía, y ella a la suya sin duda, aunque ni ella ni yo éramos los portadores de la equivalencia para ese encuentro.
>>En realidad, creo que me pidió ayuda de muchas maneras, postulante asidua de una atención que nunca tuvo (eso sí según la manera que esperaba), dado que, invariablemente, para su mayor angustia, siempre le di la espalda. No siento culpa, su salvación hubiera significado mi muerte: ella deseaba un sumiso, un esclavo, un manso, un gilipollas en suma, y yo nunca iba a llevar a cabo tal sacrificio. Hubiera tenido que renunciar a mi vida para que ella fuera feliz: fue un abuso de su parte, una traición. Se pegó a mí por su incapacidad frente al mundo, por lo que pienso que con cualquier otro hombre hubiera tenido el mismo desenlace, posiblemente de manera más prematura, porque pocos hubiesen tenido mi consideración y mi paciencia… ¿Cruel?
    -No sé, no tengo suficientes datos para opinar. Además, lo que yo piense será un juicio personal que no tiene que coincidir con el tuyo. Me he propuesto tomar los datos de tu historia sin llevar a cabo ninguna valoración moral. Quiero solamente exponer los hechos, desde tu punto de vista, tal como me los cuentas.
    -Ciertamente, eso es –añadí satisfecho por la actitud del periodista-. He de contarte un fragmento de nuestra vida en común, para que puedas sopesar con mayor argumentación los acontecimientos que vivimos. Un día encontré, detrás de unos libros en una de las estanterías de esta casa, un cuaderno de dibujos. Eran suyos, tenía aptitudes para el dibujo y había coqueteado alguna vez con la posibilidad de hacer Bellas Artes. En él solamente había dibujos macabros y sangrientos, cadáveres, seres decapitados, despellejados, ahorcados, sujetos devastados y deformes por enfermedades colosales, esquelas de periódicos de personas jóvenes, muertas la mayoría en accidentes de tráfico -¿suicidas?, una plétora posiblemente- imágenes de mutilaciones y teratologías, el aspecto más sórdido de la vida, reflejos indiscutibles de los turbiones de su alma perturbada, de las consternaciones de su ánimo ante lo que ella creía una pérdida definitiva.  
    -Es asombroso -asintió el estudiante, visiblemente afectado.
    -Sí, deja que te cuente un caso clínico que traté no hace muchos años –repuse-. Se trataba de una pareja joven, depresivo él, aparentemente comprensiva y dispuesta ella. Cuando él comenzó a mejorar, ella empezó a abismarse; venía a la consulta llorosa, apenada, desecha; al final, entre lágrimas amargas, me confesó que, siempre que él levantaba cabeza, ella sentía que su vida no tenía sentido, que ya no la necesitaba, que la abandonaría. Su ordenador escupía ante sus ojos imágenes de gente asesinada, de mujeres ensangrentadas, imágenes de muerte y violencia que ella veía como una alusión a su propia hecatombe. Sus sentimientos de inferioridad se alimentaban sobre la vida de aquel hombre, al que amaba a su manera, aunque patológicamente, y sin el cual no le encontraba razón a la vida por que su depresión alimentaba la razón de su existencia. Si él no la necesitaba, no deseaba existir porque no se sentía valer para nada, como desde niña, y un ser inútil no podía se amado, sino despreciado y abandonado. También la mujer que yo creía amar -como cualquier suicida que no desee este hecho para llamar la atención, sino por la desesperanza, por ser incapaz de apechugar con una vida que se le ha vuelto intolerable- escondía su propensión bajo una apariencia de normalidad, incluso de felicidad, el proscenio de ese acto calamitoso, que se produjo cuando tuvo el suficiente convencimiento de pérdida para experimentar una total desafección por la vida. Es como una fuerza de vectores: la esperanza de la recuperación vale ocho, la desesperanza seis y (aumentemos progresivamente) cuando ésta llega a nueve, la resultante es “¡pum!”, se pegó el tiro. ¡Puta!.


8

-Arrastraba siempre la quejumbre sobre su vida pasada. Hablaba siempre de que sus padres la hicieron infeliz y que ésta era la esencia del ser humano y que solamente la muerte termina con la misma. Añadía que solamente conmigo había columbrado los momentos de dicha y experimentado los sentimientos suficientes para seguir viviendo hasta que, en su mente, me convertí en aquello que había anhelado siempre, pero que en realidad era un canto de sirena, un sueño de amor eterno, con todo lo que ello implica de bonanza, incondicionabilidad, e irrealidad. Nunca llegó a entender que la vida era, en muchas cosas, diádica, que no hay noche sin día, hombre sin mujer, agua sin tierra, infelicidad sin felicidad.
    Miré al muchacho, que me miraba con aire de profunda concentración y proseguí:
    -Hubo un tiempo en que todo me repelió hondamente, la familia, los amigos, el valle, el ser humano en general, como categoría, incluso aquellos que me querían bien, lo que resultaba injusto de mi parte. En ese tiempo me parapeté en mis libros y en mi trabajo, en cuatro gatos que tenía a mi vera como amigos, hasta que el ánimo fue cambiando y la animosidad se convirtió casi en indiferencia. Pero la distancia entre algunos retazos del pasado y mi persona resultaron insalvables para siempre. Después de denostarlo todo, de manifestar malcontento hasta el aburrimiento, encontré un nuevo camino en la vida, fui a la mía, volviendo a respirar aire puro. He de reconocer que en este intermedio, ella me reconcilió en parte con la humanidad y me brindó un esbozo de felicidad, pero con los años descubrí que llevaba en sí el mismo mal del mundo del cual había huido desde que tuve uso de razón, frente al cual intenté constantemente inmunizarme, la normalidad que es seminalmente un estado patogénico, porque se asienta sobre los miedos y las insuficiencias del individuo, pegándolo a la masa para encontrar un anómalo referente, una seguridad quebradiza, el ser como los demás o, lo que es lo mismo, el pasar inadvertido. Quien piensa así no es un hombre cabal, sino un mamarracho. El hombre libre e inteligente es insociable en su naturaleza, lo cual es lo mismo que decir que posee escasos y depurados vínculos afectivos, los tan traídos y llevados pariguales o equivalentes, de los cuales hablaremos bastante en estas charlas.
    >>En tal contexto, ella entró en mi vida… Ella y yo, menuda calamidad: Nuestro amor era intrínsecamente conflictivo porque nos amábamos y nos odiábamos a un tiempo, nos atraíamos y nos repelíamos positivamente, pero ninguno pudo romper la coyunda durante un largo tiempo, por motivos diversos, algunos de los cuales ya he comentado. En ese tiempo se fue cargando el polvorín. Por todo ello, la unión no podía calificarse más que de patológica. Dijo Nietzsche que el verdadero amor es  aquel que no se necesita; en efecto, cuando uno está libre de necesidades sexuales, económicas y afectivas que puedan arrojarlo a la vera del otro, solamente entonces puede amar limpiamente, por el placer de entregar, sin deseos de compensar ninguna inseguridad o deficiencia. Ella me necesitaba mucho más que yo y por motivos más urgentes e importantes.
    >>La literatura fue mi escapatoria y supuso su final. A medida que yo ganaba notoriedad, ella se fue desmoronando. Nada que hice, dije o aconsejé para que saliese de la sima, fue tenido en cuenta. Se dejó caer, sin coger la mano que yo le tendía. Así, pues, llegó un momento donde me desinteresé completamente por ella y por su dolor.
    >>Ella nunca estaba presente en múltiples facetas de mi vida, la pública principalmente: se mantenía apartada, con su quebranto, distante, semiescondida detrás de una cortina o en la última fila de una sala de conferencias. Cada vez estaba más lívida, más apagada, como la viva imagen de la prefiguración de la consunción y la muerte. Quemaba o destrozaba los periódicos que hablaban de mi persona. En verdad, también se estuvo escondiendo permanentemente de mí, pues nunca me habló directa y claramente sobre ella misma, porque le aterrorizaba el rechazo.
    >>Mis palabras ante un auditorio que no estuviera representada únicamente por su persona, fueron su fin, la arrastraron a la cárcava de forma patética. Se sintió mortalmente afectada por mi fama. Ser el centro de mi vida o no ser nada: ese era su dilema, su trastorno, su cicuta. No le quedaba, entonces, más salida que la autólisis. El suicido fue una decisión suya, una responsabilidad solo suya. Mi felicidad, mi vida, sin que yo lo quisiera, representaron su aniquilamiento. Quizás la única sensación de triunfo que tuvo, la única importante en su vida, fue dejarme con la culpa (la posibilidad de la misma ciertamente). Intuí eso en un extraño brillo en sus pupilas, unos segundos antes de apagarse, poco antes de que sus sesos volasen por la habitación tras el disparo. El hecho es que ella fue la que perdió y yo no cargué con la culpabilidad.
    >>A veces pasa lo mismo con las fechas que con los nombres. Un ilustre argentino dijo que la edad real de uno no comienza con el día y la hora que refleja el acta de su nacimiento (la era común), sino cuando acontece algo que cambia la vida de manera significativa (tiempo subjetivo o trascendente). Creo que mi verdadera vida comenzó cuando ella murió… Tal vez nuestro nombre también esté equivocado. ¿Cómo se llamaba? Su nombre pedestre era muy rimbombante, con apellidos sonoros e impactantes. Sin embargo, hasta que el dolor le apelmazó la gana de vivir y la llevó al otro lado, yo la concebí, la viví, la supe, le di el nombre de algo puro, fluido, omnímodo, porque, a decir verdad, al principio me ilusioné mucho con ella. La llamaba, simplemente, Aire.

9

-¿Te importa mucho lo que piense la gente? –le pregunté.
    -Depende que quién sea y lo qué se diga –contestó el muchacho después de una corta vacilación.
    -Eso dejará de importarte cuando seas un ser único y tengas tu mundo propio –añadí, volviendo a mirar a través del ventanal-. Pero conseguir esa meta es obra de toda una vida y muchos no lo consiguen. Es normal que ahora pienses así.
    >>A determinada altura de mi vida, dejó de importarme lo que los demás pensaran de mí. Basta con ser diferente para que los gusanos se apiñen para devorarte. Los necios se conjuran contra los inteligentes, contra los independientes, los activos, los emprendedores, los fuertes. He de agregar que mi comportamiento objetivamente nunca lesionó ningún principio moral, nunca debió ser ofensivo para nadie, pero basta con que no seas del rebaño para que la chusma intente destruirte. Me crié con los principios de una moral determinada y de una buena educación, pero no comí del dornajo común. Eso explica el rechazo. En este país, quizás en todos, siempre se ha odiado la diferencia. Me sentía a gusto con mi vida, con mi forma de ser. Actuaba por mí, no cara a la galería, sin condicionarme en absoluto la devaluación social. Muchos pensaron que era un tipo raro, solitario, poco sociable. En un país de beodos, si me tomé dos copas y cogí tres curdas, se dijo que era borracho; si no me casé legalmente se afirmó que era maricón, y si hice alguna excentricidad en público, se aseveró que estaba loco… Resulta interesante, pero estos mismos calificativos peyorativos son los que imponen las amantes o esposas despechadas al hombre que las abandonó. Quizás la sociedad, el grupo social, también tenga un alma femenina, porque se apiñan, se hacen fuertes, uniendo las debilidades de los miembros, que rechazan y tratan de eliminar al que se aparta de sus normas, al distinto.
    >>Por otra parte, cambiando de tema, muy pronto supe que el éxito de una obra depende muy poco de su calidad literaria, por eso pronto me resigné a escribir para mí y para mis amigos. Dicen también que la suerte existe pero que uno debe buscarla: en eso mi camino consistió en nunca dejar de escribir y así acabé publicando unos cuantos cuentos en compilaciones temáticas y en revistas literarias, hasta que un editor piadoso se interesó por una de mis novelas y se arriesgó con ello. Poco después de aparecer la obra, un escritor consagrado, además de notable ciertamente, hizo de uno de mis libros una crítica excelente. Eso fue determinante de todo lo demás, de que el mundo literario se interesase por mis escritos y que yo comenzase a conseguir predicamento. Si dicho escritor hubiese estado viviendo en China, su crítica no hubiera existido y mi obra se hubiera quedado furtiva y polvorienta en el cajón de un viejo escritorio. Posiblemente nunca hubiera publicado nada que tuviese resonancia, más allá de los escritos estrictamente profesionales. Pero los libros profesionales no dan dinero, ni fama. Esta implicaba la atención de los demás, lo que le produjo a Aire una gran conmoción.
    >>Cuando me oyó hablar en público por primera vez, la soga se le descolgó alrededor del cuello. Hasta ese momento no se había tomado en serio lo de mi carrera literaria, pero entonces la certidumbre la aplastó. En el fondo ella detestaba a las personas que se consagraban al arte o a la ciencia, porque resultan labores tan acaparadoras que apartan a uno de los demás, aumentando el ensimismamiento y el extrañamiento inherentes a un pensador. Cuando una vez le dije que los libros valían más que la personas e incluso que su mismo autor, no pudo ocultar un rictus de dolor, de perplejidad absoluta y desde entonces una sombra de instaló en su rostro y fue royéndole el alma como una metástasis. Yo, en su opinión, tenía que poseer algo en común con la humanidad, cuanto menos con lo que ella entendía por humanidad, la masa, la normalidad. Envidiaba de seguro mis condiciones, aquellas que me permitieron conseguir un mundo propio, sin necesitar a nadie (neuróticamente). Una amiga mía definió bien lo que sería un amante perfecto, un continuo-discontinuo, alguien que siempre está a tu lado sin necesidad del agobio de su presencia permanente, dos que se aman sin las cadenas de la convivencia, que son antes buenos amigos (con matices, no pocos) y cuya relación se cimienta sobre el compromiso de la sinceridad y de la fidelidad. Pueden vivir uno en cada casa, pero permanecer unidos por vínculos sólidos. En realidad, conozco a muy pocas personas que puedan amar en esas condiciones y, para ello, Aire era la menos apta.
    >>Un ser único con su mundo propio: alguien que no quiere parecerse a nadie sino a sí mismo ni vivir en un mundo diferente al que creo luchando con sus circunstancias, porque el mundo exterior le parece –y lo es, no tengo duda alguna- horrible. Este es el asunto cardinal y ella nunca pudo entenderlo, aunque lo intentó. Sus esquemas mentales, excesivamente flacos, le impidieron comprenderlo. El aceptarlo era otra cosa y aún así nunca hubiera podido hacerlo. Constituiría algo similar a un cambio de religión en un creyente convencido.
    >>Por su lado, ella tenía todos los condicionantes para ser desgraciada: una plétora de miedos neuróticos no le permitieron realizarse ni disfrutar de los dones de la vida, poseyendo un fondo depresivo que cargaba de negatividad el concepto de sí misma, del mundo y del futuro, venero todo ello de una creciente desesperanza que reclamaría la muerte como meta final vital. Un polvorín permanentemente a punto de estallar. Un ser deprimido, en fin, en un mundo deprimente, el cual no pudo soportar. En su caso, el suicidio constituía la única solución, la mejor escapatoria.

11


-Ofendes a una mujer cuando no la dejas que se convierta en el centro de tu vida. Me estoy refiriendo a una mujer convencional, que son la inmensa mayoría (como también lo son la mayor parte de los hombres). Lo que con el tiempo demandan, cuando se les pasa la edad del guaperas y de la tontería, es buen trato y estabilidad económica, es decir, seguridad, buscando alguien además que sepas valorar el hogar, lo doméstico, como ellas, en suma, alguien débil y simple, manejable por lo tanto. Por otro lado, sus permanentes conflictos, las llevan a admirar lo superior, de lo cual pueden enamorarse, por lo cual unánimemente desean a un hombre admirable, es decir, viril, inteligente, con algunas características secundarias como simpatía y capacidad de comunicación. Aman lo que admiran pero no pueden vivir con un hombre de esas características, porque no lo pueden dominar y suele tener intereses superiores a ellas. Siempre exigen demasiado, sin caer en la cuenta de que tales demandas no pueden ser satisfechas. Junto a un verdadero hombre una mujer auténtica jamás podrá ser feliz porque pertenecen a dos mundos diferentes y, a menudo, incrementan su dolor pensando y creyendo que los demás y especialmente que las otras mujeres son felices. Aire, a la par, se angustiaba aún más creyendo que yo era feliz, sobre todo más feliz que ella. A partir de ahí deducía automáticamente que era egoísta y, por lo tanto, malo, perverso, todo lo cual, las más de las veces de forma velada, me reprochaba continuamente (miradas esquivas, ojos tristes y aguanosos, suspiros de descontento, ecos perennes de su frustración),
    >>Cuando se vivió sola dejó ver la criatura pusilánime inepta que en realidad era, un ser nocivo, perjudicial, que quería ser grande cuando en verdad era pequeño, muy pequeño, diminuto. Necesitaba permanentemente la aprobación que, por sus características mentales, nunca sentía recibir, lo cual la llevaba a sentirse insegura, inferior y fracasada y, dentro de sus fracasos, el sentimental resultaba intolerable. El fracaso profesional podía pasar porque siempre se podía colgar del hombro de alguien, en este caso del mío, pero frente al desamor o al sentimiento de un amor no correspondido, se veía continuamente al borde del abismo, cuya reverberación siempre le devolvía su nombre, ultrajado. Era demasiado insegura para salvarse a sí misma y, a la vez, excesivamente orgullosa, tóxica, y resentida para dejarse ayudar.
    >>Después de unos meses de cenas, copas, salidas, teatros, cines, francachelas, baile y demás atenciones galantes, tiempo en el cual se la veía feliz y casi exultante (no he conocido ninguna mujer cuyas principales aspiraciones en la vida, aparte de los hijos, no fueran cenar fuera de casa, bailar y viajar), llegó un tiempo que su eclipse dejó ver toda su abyección, el grado de su bajeza. No hay nada que me produzca más repugnancia que un enfermo que no quiera curarse, que se acomode a su patología por los beneficios de la misma, como la atención, los cuidados y la protección de los allegados, de quienes viven con ella y que la quieren. Apenas aprecié los signos de su declive, de su deterioro mental, se lo dije, aconsejándola que visitase a un especialista, pero su respuesta fue hacerse la sorda, seguir con su rutina, hundirse más en la decadencia, aparentando que nada sucedía, que todo estaba bien, manifestando inclusive una alegría impostada que aumentaba mi repulsión. No obstante, yo sabía que una fibra íntima y fundamental se le había conmocionado con mi consejo, quizás roto. Poco tardaron en parecer los agobios, los mareos, la disnea, aquel frío del que se quejaba aún en los veranos más tórridos. Al poco, se la vio permanentemente ansiosa, agitada, anticipando ya catástrofes, sin atender a mis constantes consejos, incluso a mis súplicas. “Yo estoy bien, lo que pasa es que te complace criticarme, tratarme como una loca”, me decía invariablemente, “El que estás mal eres tú, siempre tan soberbio, tan pagado de ti mismo, tan solitario, tan distante. No has madurado, no puedes vivir como una persona normal, en una relación de pareja estable. Me has decepcionado porque todo ha sido un engaño de tu parte. Me siento estafada”, insistía. Ya sabes mi opinión el respecto, aquello de la soledad, la selectividad, la soledad compartida con unos pocos, igual que ella, pero desde luego no iba a inmiscuirme en una discusión sin solución, en un dialogo de sordos; así que fui a la mía y me ocupé sobre todo de mí mismo. Fue en ese momento cuando comencé a aceptar que la detestaba y que, en poco tiempo, se iba a convertir en una carga. Pasábamos semanas sin cruzar dos palabras seguidas, ni mucho menos mantener una conversación interesante. Paralelamente el sexo se hizo más frío, más esporádico, hasta que no lo hubo en absoluto. “Tu no me quieres como yo a ti”, lloriqueaba, “si me quisieras tratarías de hacerme feliz, comprenderías lo solo y equivocado que estás”. La felicidad, así, consistía en callar y hacer todo lo que ella quisiera; callé, sí, pero hice lo que yo quise, me dediqué más contumazmente a la literatura, jurándome que nadie me iba a torcer el destino.
    >>Al comienzo de esta situación experimenté mucha rabia, puesto que la realidad estribaba en que ella se había pegado la gran vida a mi costa y solamente me había dado un coño y un sentimentalismo melifluo, cargante y neurasténico. Había ido a los mejores restaurantes, a los estrenos de cine y teatro más interesantes, habíamos viajado por toda Europa, tenía las joyas de una regente, un ropero impresionante, se levantaba todos los días pasadas las doce y se pasaba las horas haraganeando, porgue una mujer le hacía las tareas duras de la casa. Todo eso lo logró a mi vera y no me importó hasta que no tuve de ella más que ingratitud y altivez. Entonces le cercené los dispendios, aunque seguía viviendo como una reina, pero se acabaron las joyas, las cenas magníficas, los espectáculos interesantes. Ella, con un mohín displicente, contemplaba sus pérdidas como un animal herido y abandonado, hirviendo en el volcán de su frustración y de su impotencia. Yo me determiné en mi decisión primigenia: me dedicaría a mis asuntos, hasta que aguantase. Las cosas se romperían por sí mismas y, al final, volvería a estar solo con mi mundo, y ya nunca más lo compartiría con nadie.

        
13

-Acababa de hacer añicos una taza de café contra la pared y después se había hecho un ovillo sobre el sofá lloriqueando.
Tranquilízate –le dije y me encerré en el despacho. Desde allí oí que se encendía el televisor y el rumor me sugirió un programa basura de esos en que la chusma va a descubrir en público su basura personal.
Pasó apenas una hora cuando ella entró modosita, abriendo muy despacio la puerta, entre pucheros. Se sentó en mi regazo, me dijo perdóname y me dio un beso mojado en la boca, que no pude rechazar.
    -Ya te he dicho lo que pienso sobre el asunto, pero hoy quiero hacerlo tranquilamente y que me escuches –dije.
    Ella me miró con ojos grandes, como quien teme que le digan algo amenazador. En un principio, solíamos enzarzarnos en discusiones, encaminadas a ver quién convencía a quién; en realidad esa plúmbea confrontación resultaba unilateral, no se pueden conciliar puntos de vista extremos, universos de discurso disímiles jamás casan: un ateo y un creyente rinden una lucha estéril y demencial si el asunto es refutar la creencia o validar la apostasía. De igual manera, nuestras formas de entender los sentimientos resultaban enteramente inmiscibles. En consecuencia, atajé por lo directo, sin resolver enzarzarme en las discusiones peregrinas del pasado. Acerté al pensar que el cansancio también había hecho mella en ella y que ya no presentaría batalla. Un agotamiento medular estaba agostando nuestro mundo.
    -Nada más diré aparte de esto: no tengo intención de cambiar lo más mínimo. –murmuré, penetrando en sus ojos.
    Noté que su cuerpo se tensaba bajo mis manos, después de una breve sacudida y que se apartaba un poco, y que su respiración se volvía espesa, difícil.
    -Amor implica compartir y cambiar –dijo aún, a lo que no respondí.  
    Al fin calló y, como de costumbre, pareció replegarse en su sombra, disminuir en su mismo centro. Se quedó todavía mirándome fijamente durante unos segundos, aquel gesto que tanto me molestaba.
    Nos golpeó un silencio desolado.
    Permaneció muy quieta, con el rostro vacío de expresión, tan pálida como siempre y, dándome un beso sin calor, se levantó.
    -Buenas noches –dijo y se encaminó con pasitos lentos hacia la puerta- No sé, no sé… –añadió muy bajito, mientras salía del despacho, cerrando la puerta a sus espaldas.
    Nada, no había solución; dolido, pensé que ella era de Venus y yo de Marte.


16

-Aquí, entre estas cuatro paredes tapizadas de holandesa fina, encontramos un refugio en el que alejarnos de un mundo desquiciado y de su gente vacua y emputecida. Entonces me escuchaba, porque nunca habló mucho –eso es un error, porque en vez de un dialogo estás hablando contigo mismo, con un reflejo de tu propias ideas-, había buen sexo, buenas comidas y esa paz dulce y dilatada que existe en los días conquistados a la tortura y al tiempo.
    -La tortura y el tiempo, eso es de lord Byron.
    -Sí. Con eso te quiero decir que a veces los contrastes son duros pero uno reúne todas sus fuerzas para adaptarse a la nueva situación, pero si la catástrofe se va fraguando poco a poco, -un día le ves las orejas al lobo y otro el morro, después el lomo erizado, finalmente los colmillos como escarpas-, puede resultar mucho más demoledor. A mí no llegó a afectarme demasiado, no porque me lo esperase –en verdad no quise verlo-, sino porque había dejado de amarla y, en realidad, deseaba que desapareciese por la puerta, no mediante la bala de un revólver.
    -Es realmente sorprendente.
    -No tanto como piensas, porque a veces llevas largos años conviviendo con una persona y, en momentos definitivos, concluyes que apenas la conocías. Los humanos, en base a miedo e inseguridad y a una excesiva posesividad, solemos esconder rasgos aviesos y palabras claras. De esta suerte, sin hilvanar una discusión, sin levantar una sospecha, llegó un tiempo en que se ausentaba, un día, una tarde, día y medio a la sumo. Cuando volvía, yo hacía la vida de siempre, sin ningún reproche, sin la esperada pregunta. Sé que eso la perturbaba más que el enfrentamiento o una manifestación de celos o autoritarismo, pero yo ya había llegado a la conclusión de que no iba a forzar ningún desenlace, no iba a imponer nada, esperando que las cosas por sí mismas llegasen a su fin. En alguna ocasión llegué a pensar que después de las cortas ausencias llegaría otra que sería definitiva.
    >>No le iba detrás, pero tampoco la ignoraba completamente; trataba de hacer la vida de siempre y, como de costumbre, le hablaba de lo que escribía, de la conversación mantenida con algún amigo, de lo hecho durante un viaje, pero se cerró por completo, dejándome con la palabra en la boca cada vez que intentaba comunicarme con ella. Así que, en definitiva, desistí.
    >>A esas alturas, se pasaba casi todo el día metida en su habitación, viendo la tele y fumando como un carretero o simplemente sumida en la melancolía. A veces la oía llorar al otro lado de la puerta, pero ésta permanecía cerrada por dentro. Cada dos o tres días bajaba a comprar alimentos, sólo para ella, y tabaco, alguna botella de güisqui o una película. No leía ya nada, porque en la estantería de literatura no se veía ningún hueco, el que solía dejar cuando antes cogía una obra que yo le aconsejaba o que simplemente le apetecía leer. No es que fuera una lectora voraz, pero sí que se leía un libro al mes, además del periódico. Yo dormía en otra habitación, como podrás suponer.
    -Dicen que cuando una cama se rompe, la pareja va a pique.
    -Cierto, así de sencillo; es verdad, en la mayoría de los casos, por lo menos. Y ese hecho también es indicativo del motivo principal que nos une a las parejas, la misma cama, el deseo sexual. Lo demás es mera añadidura, querer maquillar una mera cuestión fisiológica. Efectivamente hay más cosas, no todas las personas valen para compartir, pero el inicio es así de prosaico o de natural, califícalo como quieras.
    -Después, ¿qué sucedió?
    -Más de lo mismo, aunque pasaron un par de meses en los que tuve que viajar bastante. Solía volver los fines de semana y a veces la encontraba en casa y en otras no. Uno de estos días se pegó el tiro.
    -¡Qué barbaridad!
    -Sí, pero no tuve ninguna pesadilla, ningún remordimiento de conciencia, más allá de una tristeza lógica ante la muerte de alguien que ha estado a tu lado. Ese tipo de final, en una persona a la que se ha querido, siempre afecta. Posteriormente, me acudían a la cabeza pensamientos irritantes. Me decía que había sido una mujer vil, cegada por su perversa pasión de dominación, que al no poder realizar por debilidad y porque yo no cedía, se hundió en la ciénaga de la tristeza, de la apatía, de las lamentaciones, acercándose subsiguientemente cada día un poco más a la contingencia del suicidio. El desenlace fue tan rápido que casi no me di cuenta, aunque, pensándolo después, hubiese sido capaz de preverlo. Hablar con ella, ya ves, que no sirvió de nada; su última motivación en la vida fue oponérseme, esa agresividad infatuada producto de su frustración, hasta el último acto en el patético escenario de su existencia. Junto a ello, estaba el hecho de que el amor se había acabado y yo no podía seguir adelante, pero ella finiquitó nuestro mundo compartido por la vía más reprensible, dramática y miserable.
    >>Había construido una vida prometedora en una casa que hice hermosa luchando contra el monstruo de una vida fea y descabellada y ella, maleva, con su acto execrable había intentado afear mi claustro y mi existencia, que tanto me había costado erigir y que inocentemente compartí con su persona. La ilusión, el encuentro, el placer de los primeros tiempos se había metamorfoseado en una ciénaga pestilente.
    >>Aquella noche había regresado de Barcelona, donde estuve cuatro días por asuntos literarios. Había llegado a las nueve y como sabía que en realidad nadie me esperaba en casa, aunque hubiese un cuerpo presente, fui a cenar solo a un restaurante elegante que tenía a mano, cerca de la estación de trenes. Así que me dejé caer por casa pasadas las diez, largamente. El piso estaba a oscuras a excepción de aquella franja de luz escuálida que escapaba por la base de la puerta de su dormitorio. El rumor indefinible del televisor llegó a mis oídos. Me la imagine sucia y desgreñada, tirada en la cama, apoyada la espalda sobre los cojines, fumando innumerables pitillos, con ojos húmedos, la prieta boca susurrando improperios, el infierno de su coleto abrasándose con mil odios peregrinos.
    >>Fui a mi dormitorio y colgué la americana en el armario. Cuando deshacía el nudo de la corbata oí abrirse su puerta y después percibí sus pasos leves en el salón. Les siguió el clic de un interruptor. Salí y me la encontré de pie en el centro del comedor, la cara lívida, los ojos como centellas extraviadas, el cañón del revólver metido en la boca. Dos segundos después todo había terminado.
    >>No pude hacer nada. Tuve, por un momento, la sensación de presenciar una escena extraña y lejana, como quien contempla una película. El estampido del arma, su carcasa atomizada en mil fragmentos que se esparcieron como una erupción macabra, cayendo blandamente por el comedor, sobre el tresillo, sobre la alfombra y la mesa, apenas me impresionó. Me encontraba trabado por cien emociones distintas, donde el estupor quizás no fuera la más intensa. Después, no pude hacer nada, más allá de realizar dos llamadas, una para la policía y otra para el ganso de su hermano Ariel.

…etc.


Segunda Parte
LA HISTORIA DE LA CASA ROSADA


1
La vida no es controlable, ni mucho menos previsible. Buena muestra de ello fue que una mañana, un hombre como yo, determinado a vivir en una solitud casi de claustro, recibió una notificación de un notario, un tal don Rafael Tatay i Ferreres, que me citaba para al día siguiente en su despacho, ubicado en el centro de la ciudad.
    De esta suerte, sumido en la curiosidad y en el desconcierto, pasado un día, a las cinco de la tarde, me encontraba sentado en el atestado despacho de don Rafael el cual, para mi absoluta perplejidad, basándose en todo clase de evidencias, me demostró que yo tenía un hermano mayor, del que nunca supe nada, el cual, tras su muerte, me había legado una fortuna considerable y una casa, pero no una casa cualquiera, sino una casa de putas.
    Según me dijo el notario, el prostíbulo se levantaba en un cerro a unos veinte kilómetros al Este de la capital, cerca de unas localidades populosas dedicadas principalmente a la industria del mueble. Según el extracto de movimientos de capital y las fotografías de la casa, constituía un negocio importante y una bella heredad. Según quedaba constancia, mi hermano mayor, de nombre Macedonio, había sido el fruto de una relación juvenil de mi progenitor, cuando estaba haciendo el servicio militar en Manises. Como me informó don Rafael, se trataba de un hombre huraño, excéntrico y solitario, que había encontrado su lugar en el mundo en el más viejo negocio conocido.
    Sorprendido por aquel acontecimiento, he de confesar que, en un principio, también sentí rechazo. En el fondo, me consideraba un hombre conservador, en la medida en que el honor, la integridad y la honestidad formaban el corazón de la urdimbre fundamental de mis principios y valores morales. Por honor, entiéndase la justa valoración del hombre y su condición (lo cual implicaba atributos como el respeto, los valores clásicos y la tenencia personal de determinados atributos encomiables); la integridad la definía llanamente como la capacidad de decirse siempre la verdad a uno mismo y, de similar definición, la honestidad se refería a la verdad hacia los demás. Con todo ese bagaje y muchas más limitaciones con las que me estragó mi historia personal, mi primer pensamiento fue el de vender el negocio o cerrar la casa, pero viendo el volumen de la facturación, decidí pensármelo dos veces.
    En realidad, como cualquier ser humano, tengo el derecho de manifestarme en contra de lo que no me gusta y a favor de lo que me agrada y, en materia sexual, en efecto, me da igual una cosa que la otra, porque el sexo consiste en algo privado… En cuanto al sexo como negocio, bueno, lo considero algo común en la vida, porque las parejas y los matrimonios consisten en una convención para integrar el núcleo social y pocas veces las mueve el sentimiento. Siempre se da algo a cambio de algo y el placer sexual ha sido desde antiguo una moneda de cambio con la cual se ha conseguido el primer eslabón de la estabilidad y la seguridad que el hogar propicia. En cuando al prostíbulo, me di un tiempo antes de tomar cualquier decisión, debía juzgar sobre el mismo terreno.
    Cuando conocí al lugar y a su gente, aún no había tomado tal determinación, pero no tardé mucho tiempo. A través de perseverantes jornadas en las cuales se me trató como un maharajá, se intentó que desestimara la opción de vender el club. Pero yo ya había decidido que seguiría con el negocio, por lo menos durante un tiempo. De hecho, me resultaría ventajoso como escritor el dedicarme a estudiar y observar cuanto sucedía entre sus cuatro paredes y, en la medida de lo posible, no me privaría de una guinda. La inicial impresión desfavorable que tuve de la encargada y del administrador, como con el general de las chicas, se trocó pronto en una relación relajada y cordial, en dejarme llevar por la molicie (en lo que me concernía, claro) de aquella estirpe de vida. Pero pasaron bastantes cosas más, tiempos de dudas y de reflexión, antes de llegar a esta situación.
    El día en que decidí presentarme allí, estuve rondando la casa un tiempo, antes de llamar el timbre. Era magnífica, un antiguo palacete, perfectamente cuidado, restaurado en parte, en un paraje idílico, entre las montañas, muy cerca de los pueblos industriosos de los cuales surgía su principal clientela de entre semana. Durante los fines de semana (lo cual supe ciertamente con posterioridad), se agregaba a los habituales una turba de desaforados urbanitas grises de diversa catadura y extracción que acudían allí a dar pábulo a su sexualidad insatisfecha… Al fin, llamé.
    Me abrió una chica muy joven, casi una niña, la muchachita más bella que he visto en toda mi vida, más bien menuda, pero perfectamente formada. Sus carnes apenas adolescentes mal insinuaban las formas de la feminidad, pero en sus ojos negros y brillantes, en el óvalo de su cara, en su boca sensual, se adivinaba una inclinación que los viejos zorros captamos por instinto. Llevaba el pelo muy largo, de un castaño oscuro bellísimo y vestía un suéter blanco y una falda vaquera, casi mini, que dejaba ver las magníficas piernas. Detrás de ella apareció una hembra imponente, una cincuentona soberbia, una matrona esplendorosa, cuya zafiedad verbal desencantaba tétricamente el primer empuje carnal, la inicial atracción que un hombre sentía indefectiblemente ante su presencia; se llamaba Sandra y, como supe, era la encargada. Le dije mi nombre y asintió, sin duda porque estaba sobre aviso, y con un gesto grave me indicó que pasase. La nínfula marchó con sus carnes suaves y florecientes en dirección a las escaleras y en el remate se detuvo, siguiéndome con una mirada concentrada hasta que la mujer abrió una puerta alta de doble hoja, labrada delicadamente, de caoba, y me indicó que pasase a lo que era un despacho.
    Resultó ser una pieza magnífica, con muebles clásicos ingleses y altas estanterías que albergarían unos tres mil libros. Proliferaban en sus muros óleos y relojes, y alguna panoplia mostraba sus aceros sobre una sólida columna, cerca de una ventana de vidrieras ortogonales. Nunca pensé encontrar una habitación así en un lugar semejante.  Todo era exquisito, muy británico, y esa impresión me agradó mucho, como la calidez del hombre que me tendía la mano y me daba amablemente los buenos días. Se trataba de un sujeto añoso, quijotesco en su apariencia, de modales correctos y gran prudencia, como comprobé posteriormente hasta la saciedad, el cual se llamaba Román Calle Miramar y era el administrador del negocio y, como también tuve constancia, la mano derecha y hombre de confianza de mi desconocido hermano.
    Por él supe la historia de mi hermano y de la Casa Rosada, que luego te contaré con pormenor, pero aquella vez fue un contacto meramente comercial, pues puso la casa y su contenido a mi disposición, y me documentó ampliamente sobre los movimientos y cuentas del establecimiento. Después me acompañó a conocer el local, que tenía tres plantas. En la primera había un lujoso salón y un comedor decorado todo con el mayor gusto; en la segunda estaban las habitaciones de las chicas y donde se oficiaba ante el Altar de Eros y finalmente, en el espacioso ático, se ubicaban los dormitorios de la niña, de Sandra, el suyo propio y dos más que quedaban libres para posibles invitados o amigos, que nunca fueron ocupadas por nadie, pues el difundo no tenía amigos. Una de ellas, la principal, por ser más amplia, soleada y tener mejor orientación, la habían reservado para mí para cuanto desease visitar la casa o permanecer allí a mi gusto, pues yo era en definitiva el dueño. Al parecer, nadie contaba con la contingencia de que yo desease terminar con el negocio.
    Entonces me di cuenta de que la niña estaba en la habitación, observándome con sus ojos profundos. No la había oído entrar.  Sea como fuere,  sin que nadie le dijera nada nos estuvo siguiendo a todas partes, casi pegada a nuestras espaldas, mirándonos con una atención extraordinaria, al parecer muy pendiente de cuanto se decía, pero sin decir una palabra.
    -No se preocupe por ella caballero, es que es muy callada –dijo Román- Pero ya verá que es un cielo.
    -Y, ¿qué hace aquí?
    -Se ha anticipado a mi explicación. En realidad es mi sobrina. Vivía con su madre, mi hermana, en el pueblo vecino, pero el matrimonió falleció hace dos años en un accidente de tráfico. Desde entonces la tengo a mi cargo. Su hermano no ponía ninguna pega sobre el particular.
    -Yo tampoco –le dije y me encontré con una mirada de agradecimiento.
    -Le quedo muy obligado. A decir verdad, como usted comprenderá ella se encuentra totalmente al margen de la vida nocturna del establecimiento. Cuando comienza la cosa ya está acostada, aunque es muy lista y sabe lo que hay. Es muy estudiosa y dentro de dos años ya irá al instituto.
    -¿Cuántos tiene ahora, trece o catorce?
    -No, doce. Va un curso adelantada -respondió el anciano y después, con una mirada de soslayo con la que apenas disimuló su timidez, agregó-: Hemos leído todos sus libros, los tenemos en la biblioteca. Su hermano era un gran admirador suyo, y lamento que, por su carácter taciturno y apartado, no se decidiese a contactar con usted antes de su muerte. Loyita también los ha leído, pese a su juventud y un día me comentó que le gustaron mucho. Es una admiradora suya también, por eso nos sigue con tanta devoción.
    Así que ya sabía el nombre de la ninfeta, aunque opinaba que mi literatura, cargada de sexo y violencia, era poco adecuada para una chica tan joven. No obstante, no hice ningún comentario sobre el particular, si bien el encontrarme con lectores siempre supuso para mí un motivo agradable, una emoción de agradecimiento y satisfacción que nunca pude –ni deseé- arrumbar, por muy acostumbrado que estuviese últimamente a premios, ferias de libros y firmas de ejemplares. Había otra razón, pues, para que la Casa Rosada fuese contemplada por mí con buenos ojos.
    -Se los dedicaré mañana mismo y cuanto escriba lo añadiré a la biblioteca de la casa –dije.
    -Es un honor -manifestó el administrador abriendo la puerta de una ventana francesa que daba a un gran balcón de mármol.
    Desde allí se veía el valle y la cordillera y también, al fondo, la línea brumosa y gris de la gran ciudad. La vista era magnífica y así se lo dije a mi interlocutor.
    -Desde luego que sí, este es un lugar privilegiado –respondió el anciano, bajando la voz-. A decir verdad, la casa funciona como restaurante y local de copas, a título legal. Las chicas no figuran bajo ningún concepto como prostitutas, sino como ciudadanas de a pie que alquilan una habitación para ir con los clientes, amantes o maridos, cuanto les venga en gana. Este es el sistema que hay actualmente en el país con locales de esta naturaleza. De hecho el establecimiento es asimismo hotel y como tal figura en las guías de hostelería.
    Miró a su sobrina, que andaba distraída mirando los libros de una estantería.
    -Sí, es un buen sistema –repuse, mientras llamaba mi atención una pequeña sombra al fondo de la habitación que se acercó a nosotros, sentándose en una butaca junto a la chimenea, a unos tres metros de donde estábamos el hombre y yo.
    Loyita, apoyada sobre la pared me miraba con ojos de caramelo. Sentí que me provocaba cosas, que me turbaba. Tan solo dos minutos después, apenas pude disimular aquella excitación, la pasión que me rebasaba. Ese sentimiento inesperado no me angustió en aquellos momentos, pero sí pesaría como una losa en los meses por venir. Con el aliento oprimido en los pulmones me dirigí con Román a la salida, sin atreverme a mirarla, arrebatado por una conmoción que sabía me iba a resultar difícil sobrellevar.
    Después de aquella aparición seráfica no pude fijarme como hombre en ninguna de las jóvenes de la Casa Rosada, por espléndidas que fueran. Y para colmo de males, el hada capciosa de los sueños, me traía su forma virginal noche tras noche; pero la veía a ella sola, paseando como un ser mirífico bañado en luna en un bosque arcano, nada más. Poco tiempo después, un impulso mórbido me dominó, hasta el punto de que no perdía ocasión para observarla, para seguirla, para admirarla, para subir furtivo a su habitación y escudriñar sus cosas, sus pertenencias, suaves y pequeñas, los secretos de su intimidad y de su inocencia invioladas.
    Hay un asunto más –dijo Román deteniéndose y arrancándome de mi turbado ensimismamiento-. Su hermano me pidió que en caso de que usted viniese por aquí, le hiciese entrega de una carta.
    Después señaló con su mano la mesa, que quedaba enfrente del alto ventanal.
    -Está ahí, sobre el escritorio –añadió e hizo un gesto con los ojos a su sobrina, para que saliera, agregando-: Nosotros nos vamos, le dejamos solo, para que lea la epístola en completa soledad.  Si quiere algo más de mí, estoy en la habitación de al lado, en la oficina.
    -Gracias, así lo haré –dije.
    Al principio la impresión que tuve del anciano no fue buena, debido a que me pareció excesivamente engolado, pero después de aquella conversación había cambiado de opinión. Me parecía un caballero sensato y responsable y, además, sus modales eran excelentes. El futuro me ratificaría al respecto.
    La puerta se cerró a mis espaldas mientras me dirigía al escritorio, bastante interesado por aquella misiva de un hombre, por lo demás muerto, al que no conocía.
    Me senté, encendí un pitillo y sostuve la carta con una mano, un tanto indeciso y ansioso ante lo que pudiese contener. No es que anticipase nada negativo, sino que era la natural curiosidad ante un hecho tan poco común lo que me detuvo unos instantes, si bien es verdad que paralelamente sentía mucho interés por lo que pudieran decirme las palabras del muerto. Estaba lacrada, al modo antiguo, y debajo de un sello con las iniciales M, él había escrito, con caligrafía perfecta y legible “A quien corresponde”.
    Doblé el sello rompiéndolo y la hoja se abrió ante mí, partida simétricamente, como alas de mariposa. Fumé una calada y eché una ojeada global al papel. La caligrafía era simétrica y clara, cuidada, y para escribirla se había utilizado tinta color sepia. Vi, en la base de la lámpara de pantalla negra, el estuche de una Montblanc Meistertück, la gruesa, como la mía, y eso también me gustó. Estaba ante un clásico. Así que, cada vez más intrigado, comencé a leer. Macedonio me decía, después de los habituales datos de fecha y lugar:


Mi respetable y desconocido hermanastro:

No te conozco en persona, pero he leído toda tu obra literaria y a partir de ella –muy de mi agrado, por cierto- colijo que somos afines en muchos aspectos. Soy, por lo demás, consciente de que no existe una correlación amplia entre lo que uno es y lo que escribe, pero eso no obvia el que, en no pocas ocasiones, lo escrito refleje asuntos importantes de la vida y las ideas del autor.
    Román y el señor notario, don Rafael, algo te habrán dicho a estas alturas sobre mí y las circunstancias de mi vida, sobre mi historia apartada y sobre los trabajos que esta vida me deparó. No desearía ahondar en ello, pues creo que no resulta relevante, tal vez tampoco esta carta tenga ninguna importancia y no represente otra cosa más allá del último lamento de un moribundo ante un mundo que es un estercolero, que nunca me agradó. No obstante, no sé el motivo exacto por el que escribo esto, más pueden haber varios detrás del hecho de hacerlo: la soledad, la quejumbre, el hastío y, en mayor medida posiblemente, el que conozcas las inquietudes esenciales de aquel que es media sangre tuya. Si lo que lees no te confunde –estoy seguro que no- y merece tu comprensión, porque en el fondo comulgamos en ello, me atrevería a pedirte que conserves la casa y a mis mujeres. Sé que nunca te desprenderías de un libro. Mi biblioteca está a salvo. Que el negocio siga, que la vida siga, no vendas la Casa Rosada.
    No he tenido una vida fácil, tampoco demasiado trabajosa, si descontamos el tener que arrastrar durante el tiempo que duró la insatisfacción vital y un antiguo sentimiento de soledad y abandono. También he amado y me han amado, y rara vez el odio me turbó. Tuve algunos amores, incluso uno invernal, cuando la vida se me consumía sin remisión. Yo también la amaba, pero me aparté de ella, necesitaba estar solo en mis últimos pasos. Tampoco eso podía reconciliarme con la vida. Nunca me he alzado de los abismos triunfante.
    Soy yo, un hombre, tu hermano, un extraño. Mi mente es clara, mi corazón agrio, mi cuerpo arena. Soy Macedonio. Un hombre prematuramente envejecido, encriptado en mazmorras de dolor, aunque viéndome, contemplando esa cordialidad habitual que alumbra mi exterior, pocos me creerían. Era solo un niño cuando supe que no tenía un padre, que mi madre sufría en la soledad del despecho. No obstante crecí entre estas cuatro paredes, estudié y me hice un hombre, con la cultura, con el honor, con la honestidad, con la dignidad... Yo llevaba todo eso en mi sangre antes de que los tiempos modernos, el cambio de siglo, acabase de destruir mi patria, de corromper a sus gentes, de matar los viejos ideales eternos.
    Mi madre era una buena mujer, pese a todo. Mi padre, nuestro padre, murió y no me importó. Mi madre era una mujer noble, de buen corazón, agobiada por las circunstancias de la vida, por la inherente vulgaridad de la misma. Era una mujer exquisita y cultivada. Murió ajada, asqueada de este basurero al que llaman sociedad, civilización. Es el mal que está en todo, porque cada hombre, cada mujer, tenemos un demonio del que defendernos y otro que nos espera afuera. Cuando mi madre murió, me aparté de la vida, huí de la sociedad y solamente encontré honor y dignidad y orden en la soledad, en el conocimiento. Ahora que se acerca el fin, estoy tranquilo, esa paz que me ha sido negada durante toda mi vida, a lo largo de esos años donde nunca he tenido solaz, ni tranquilidad, ni esperanza. El cáncer me ha robado la posibilidad de ser yo mismo el burlador del destino, pero no importa, lo importante es que el fin está cerca. La felicidad, nunca la he conocido, siempre ha estado lejos, en el último rincón del cosmos quizás, en el magma del légamo fétido de las promesas fementidas de palabreros y gobernantes, toda esa basura, ese mal, al que le di la espalda cuando mi madre murió. Murió mancillada por el mal, ese mal que nos acosa a todos, cuyo nombre es civilización, sociedad, hombre, ese demonio que también todos llevamos dentro.
Hay ahora una gran calma en torno a mí, ahora que el odio ha cedido, como un gas que se evapora, y la bendita muerte se me acerca, con una sonrisa amplia y luminosa en sus labios secos.
    Un escritor dijo que Dios existía, pero que no era Dios; otro aseveró que era el Diablo quien se sentaba en el Alto Solio, con la apariencia Suya. Lo que sé es que solamente un dios demente, sádico y horrendo pudo concebir la simétrica ubicuidad del mal.
Sé que eres un hombre de honor, digno, que vives a espaldas de eso pestilente que llaman sociedad, civilización, humanidad. Tu padre, nuestro padre, murió y no sé si te importó. Pero tengo un fuerte convencimiento de que cuando tu madre murió le dijiste, como yo, adiós a eso de afuera, tan patético, tan maligno, a todos ellos, -menos a pocos, tus pares, de entre los cuales no me cabe duda que eres el Primus- a esos malditos que promueven, justifican y aplican el dolor, la violencia, la muerte, la injusticia y la mentira. No podía ser de otro modo.
Ya me queda poco, y el aliento me llega todavía para pedirte, una vez más que mantengas la casa, las mujeres y todo lo que en ella hay y vive.

Adiós.


M.
    Me sentía profundamente emocionado cuando terminé de leer aquella carta hermosa y singular, el canto último del moribundo, del inconforme, del libre pensador, del crítico en la ciénaga de los hombres. Sus palabras me recordaron inmediatamente al cazador, al Kraven/Kravinov de DeMatteis y Zeck, con su tono patético, obsesivo, vero... Los ojos los sentía humedecidos, la garganta seca, el pecho fatigado, la respiración de azufre. No, dije para mí entonces, nunca vendería la Casa Rosada, ni cuanto en ella había o vivía.


0 Comments:

Post a Comment



Salvador Alario Bataller

Lugar:
Avda, Blasco Ibáñez, nº.126, 6º, 28ª Valencia 46022 Spain

Teléfono:
963724197

E-mail:
alario7@msn.com

Enviar un mensaje a este usuario.
OBRA PUBLICADA A)CIENTÍFICA: 8 libros de Psicoterapia y Sexología (editorial Promolibro, valencia). 36 artículos especializados en diversas revistas (redactor de Cuadernos de Medicina Psicosomática y Psiquiatría de Enlace, www.editorialmedica.com, y los artículos y otros textos se relacionan en la web). B)NARRATIVA: “La conciencia de la bestia”, edición privada, finalista (de los 15 finalistas) del Premio Planeta de Novela de 1997. “La ciudad desvanecida”, relato seleccionado por concurso de la revista Escribir y Publicar en su editorial Grafein Ediciones, Colección Escritura Creativa, integrante del volumen de cuentos ASI ESCRIBO MI CIUDAD (2001). “Descensus ad Inferos”, lo mismo que antes, pero este cuento pertenece al libro de cuentos “32 MANERAS DE ESCRIBIR UN VIAJE” , Grafein Ediciones (2002). “Maltidos. La Biblioteca olvidada”, Iván Humanes Bespín y Salvador Alario Bataller, Grafein Ediciones, Barcelona, (2.006). "101 coños, Ilustraciones y breves" (2008), Carlos Maza Serneguet, Salvador Alario Bataller e Iván Humanes Bespín. Ilustraciones de Vanesa Domingo Montón, Grafein Ediciones, Barcelona. "Antología Iberoamericana de MIcrorelatos" (2008),coautor, Ediciones Lord Byron, Madrid (en prensa) La acre lácrima (2006), novela, en http://www.lulu.com/alario7 Un estudio crítico del Necronomicón Apócrifo (2006), ensayo, en http://www.lulu.com/alario7 Las aventuras carpatianas del profesor Exhorbitus (2006), novela, autoedición, en http://www.lulu.com/alario7 Astrum Argentum . La vara del mago (biografía novelada de Aleister Crowley) (2006), novela, en www.lulu.com, en http://www.lulu.com/alario7 El murciélago monstruoso (2006), novela, en http://www.lulu.com/alario7 Nunca volví de cuba (2007), novela, en www.lulu.com, http://www.lulu.com/alario7 Cuentos en www.narrativas.com: Espejos (2007), Los pequeños (2007). La angustia última (2008). Lo que trajo la noche (2008). OBRA INÉDITA: Las nocturnidades de don Arturo del Grial, (2002), novela. Los ojos del moro (2003), novela. El doctor amor y las mujeres (2006), novela. La trama sináptica (2007), novela. Historias de amor, muerte y trascendencia (2007), novelas (dos novelas breves relacionadas). Los estados intestinales (2007), novela. Cuando cazaba pelos (2008), novela breve Cuentos completos (1999-2008) Blogs: http://clinica-psicomedica.iespana.es http://alario1.blogspot.com http://undostrescuentos.blogspot.com http://undostrescuentos2.blogspot.com http://elloboylaluna.blogspot.com http://lasnocturnidades.blogspot.com http://nohaymentesincerebro.blogspot.com
 

©2009 El lobo y la luna | Template Blue by TNB